lunes, 8 de agosto de 2016

APRENDIENDO A PREDICAR IX

DWIGHT LYMAN MOODY

CONQUISTADOR DE ALMAS 1837_1899

Se había reservado la noche de un lunes para un discurso dirigido a los materialistas. Carlos Bradlaugh, campeón del escepticismo, que entonces se encontraba en el cenit de su fama, había ordenado que todos los miembros de los clubs que había fundado asistiesen a la reunión. Así pues, cerca de 5.000 hombres, resueltos a dominar el culto entraron y ocuparon todos los bancos.

Moody predicó sobre el siguiente texto: “Porque la roca de ellos no es como nuestra Roca, y aun nuestros enemigos son de ello jueces” (Deu_32:31).

Relatando una serie de incidentes pertinentes y conmovedores de sus experiencias con personas que estaban en su lecho de muerte, Moody dejó que los hombres juzgasen por sí mismos quién tenía un mejor fundamento sobre el cual debían basar su fe y su esperanza. Sin querer, muchos de los asistentes tenían lágrimas en los ojos. La gran masa de hombres, mostrando el más negro y determinado desafío a Dios, reflejado en el rostro, encaró el continuo ataque a los puntos más vulnerables, es decir, el corazón y el hogar. 

Al finalizar, Moody dijo: “Levantémonos para cantar: ‘Oh, venid vosotros los afligidos, ahora’ y mientras lo hacemos, los porteros abran todas las puertas para que puedan salir todos los que quieran. 

Después seguiremos el culto como de costumbre, para aquellos que deseen aceptar al Salvador.” Una de las personas que asistió a ese culto, dijo: “Yo esperaba que todos iban a salir inmediatamente, dejando el recinto vacío. Pero la gran masa de 5.000 hombres se levantó, cantó y se sentó de nuevo; ¡ninguno de ellos dejó su asiento!”

Moody, entonces dijo: “Quiero explicar cuatro palabras: Recibid, creed, confiad y aceptad al Señor.”

Una amplia sonrisa pasó por todo aquel mar de rostros. Después de hablar un poco sobre la palabra recibida, Moody hizo un llamamiento: “¿Quién quiere recibirlo? Solamente tienen que decir: ‘Quiero.’ ” Cerca de cincuenta de los que se encontraban de pie y arrimados a las paredes, respondieron: “Quiero”, pero ninguno de los que estaban sentados dijo nada. 

Un hombre exclamó: “Yo no puedo”, a lo que Moody replicó: “Habló bien y con razón, amigo; fue bueno que se haya expresado así. Escuche y después podrá decir: ‘Yo puedo.’ 

Moody entonces explicó el sentido de la palabra “creer” e hizo el segundo llamamiento: “¿Quién dirá: ‘Yo quiero creer en El?’ ” De nuevo, algunos de los hombres que estaban de pie respondieron, aceptando; pero uno de los jefes de uno de los clubs gritó: “¡Yo no quiero!” Entonces Moody, vencido por su ternura y compasión, respondió con voz quebrantada: “Todos los hombres que están aquí esta noche tienen que decir: “Yo quiero”, o “Yo no quiero”.

Entonces Moody hizo que la audiencia considerase la historia del hijo pródigo, diciendo: “La batalla es sobre querer — solamente sobre querer. Cuando el hijo pródigo dijo: `Me levantaré’, fue cuando él ganó la lucha, porque había alcanzado el dominio sobre su propia voluntad. Y sobre este punto es que depende todo hoy. Señores, tenéis ahí en vuestro medio a vuestro campeón, el amigo que dijo: ‘Yo no quiero.’

Deseo que todos aquí, los que crean que ese campeón tiene razón, se levanten y sigan su ejemplo, diciendo: ‘Yo no quiero.’ ” Todos se quedaron quietos y hubo un gran silencio hasta que por fin Moody lo interrumpió, diciendo: “¡Gracias a Dios! Nadie dijo: ‘Yo no quiero.’ Ahora, ¿quién dirá: ‘Yo quiero?’ “

Entonces parece que, instantáneamente, el Espíritu Santo se hizo cargo de ese gran auditorio de enemigos de Jesucristo, y cerca de 500 hombres se pusieron de pie, con lágrimas corriéndoles por las mejillas y gritando: “¡Yo quiero! ¡Yo quiero!” Clamaron hasta que todo el ambiente se transformó... La batalla se había ganado.

LECCIÓN IX>>>

domingo, 7 de agosto de 2016

La Predicación necesita un pastor que prepare sus mensajes

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vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de su manto llenaba el templo... él tocó mi boca, y dijo: He aquí, esto ha tocado tus labios, y es quitada tu iniquidad y perdonado tu pecado...¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?


JONATHAN GOFORTH
“Con mi Espíritu” 1859-1936
Cierto día del año 1900, en Changte, en el interior de la China, pasó un correo galopando velozmente. Llevaba un despacho de la emperatriz al gobernador, ordenándole que tomase medidas para exterminar, inmediatamente, a todos los extranjeros. En aquella horrible masacre que siguió, Jonatán Goforth, su esposa e hijos pequeños, fueron cercados por millares de bóxers, determinados a quitarles la vida.

El padre de familia, al caer al suelo, víctima de un tremendo golpe que casi le partió el cráneo, oyó una voz que le decía: “¡No temas! ¡Tus hermanos están orando por ti!” Antes de quedar inconsciente, vio que llegaba a galope un caballo que amenazaba atropellarlo. Al volver en sí, vio que el caballo había caído a su lado, pataleando de tal manera que sus atacantes fueron obligados a desistir del propósito de matarlo.

Así, pues, el misionero reconoció que la mano de Dios lo protegió maravillosa y constantemente todo el tiempo de la masacre de los bóxers, en la cual centenares de creyentes fueron muertos. Jonatán Goforth y su familia se salvaron de las innúmeras situaciones angustiosas que pasaron entre el pueblo amotinado, hasta que por fin, veinte días después, llegaron al litoral del país.

Rosalind y Jonatán Goforth vivían su vida escondidos con Cristo en Dios. He aquí, en sus propias palabras, cómo vivían: “No es solamente necedad aceptar para nosotros la gloria que pertenece a Dios, sino que además es un grave pecado, porque el Señor dijo: “A otro no daré mi gloria.”

Siendo aún joven, Jonatán Goforth adoptó las palabras de Zac_4:6 como lema de su vida: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos.”

Alguien que lo conocía íntimamente, escribió lo siguiente: “Ante todo Jonatán Goforth era un conquistador de almas. Fue por esa razón que se hizo misionero en el extranjero; no había otro interés, otra actividad ni otro ministerio que lo atrajese. . . Con el fuego del amor de Dios en su corazón, él manifestaba un entusiasmo irresistible y una energía incansable. Nada podía impedir sus esfuerzos dinámicos en la obra, para la cual Dios lo había llamado. Era así tanto a los 77 años de edad, como cuando tenía 57. Con la pérdida de la vista durante los últimos tres años de su vida, no disminuyeron sus bríos — al contrario, parece que aumentaron.”

Sus propias palabras nos revelan cómo fueron echados los cimientos de su vida, constantemente esforzada al servicio del Señor: “Mi madre, cuando mis hermanos y yo éramos todavía pequeños, nos enseñaba con un desvelo incesante las Escrituras y oraba con nosotros. Una cosa que tuvo una gran influencia sobre mi vida, fue el hecho de que mi madre me pidiese que le leyera los Salmos en voz alta.

Yo tenía apenas cinco años cuando comencé a hacer ese ejercicio y encontré su lectura fácil. Con la práctica adquirí la costumbre de memorizar las Escrituras, cosa que continué haciendo con gran provecho.”

Todos podríamos decir que es muy fácil que la lectura de las Escrituras y la oración degeneren en una monótona formalidad. Pero, al contrario, el semblante de Jonatán Goforth, se iluminaba con el reflejo de la gloria de las Escrituras que recibía en su alma. Después de su muerte, una criada católica romana declaró lo siguiente: “Cuando el señor Goforth se hospedaba en la casa donde trabajo, yo le miraba el rostro y me preguntaba a mí misma: ¿Será así el rostro de Dios?”

Acerca de la conversión de su padre, Jonatán escribió lo siguiente: “En la época de mi conversión, yo estaba viviendo con mi hermano Guillermo. Cierta vez nuestros padres fueron a visitarnos y se quedaron con nosotros más o menos un mes. Hacía tiempo que el Señor me había guiado a realizar cultos domésticos. Así pues, un día anuncié: ‘Celebraremos un culto doméstico hoy, y pido a todos que se reúnan después de la comida.’ Yo esperaba que mi padre se manifestase contrario a la idea, porque en su casa no habíamos acostumbrado dar gracias a Dios antes de las comidas, ¡cuánto más celebrar un culto doméstico!

Leí un capítulo de Isaías, y después de hablar algunas palabras, oramos juntos, de rodillas. Continuamos celebrando los cultos domésticos durante todo el tiempo que me encontraba en casa. Después de algunos meses, mi padre fue salvo.”

Cuando el joven Goforth realizaba sus estudios secundarios en el gimnasio, su ambición era llegar a ser abogado, hasta que, cierto día, leyó la inspiradora biografía del predicador Roberto McCheyne. No solamente se desvanecieron para siempre todas sus ambiciones, sino que él también dedicó toda su vida a llevar almas al Salvador. En ese tiempo, el joven “devoró” los siguientes libros: “Los discursos de Spurgeon”; “Los mejores sermones de Spurgeon”; “La gracia abundante” (Bunyan) y “El descanso de los santos” (Baxter). Por supuesto, la Biblia era su libro predilecto y acostumbraba levantarse dos horas más temprano para estudiar las Escrituras, antes de ocuparse en cualquier otro servicio del día.

Acerca del llamado que recibió de Dios en ese tiempo, él escribió lo siguiente: “A pesar de sentirme dirigido hacia el ministerio de la Palabra, me negaba terminantemente a ser un misionero en el extranjero.

Pero un colega me invitó a asistir a una reunión de un misionero, el cual hizo el siguiente llamado: ‘Desde hace dos años voy pasando de ciudad en ciudad, contando la situación de Formosa y rogando que algún joven se ofrezca para auxiliarme. Pero parece que no he logrado transmitir la visión a ninguno. Así pues, regreso solo. Dentro de poco tiempo mis huesos se estarán blanqueando en la ladera de algún cerro en Formosa. Se me oprime el corazón al saber que ningún joven se siente llamado a continuar el trabajo que yo inicié.’

“Al oír esas palabras, me sentí sumamente avergonzado. Si la tierra me hubiese tragado, habría sido para mí un alivio. Yo que había sido comprado con la preciosa sangre de Cristo, osaba planear mi vida de acuerdo con mi voluntad únicamente. Oí entonces la voz del Señor que me decía: ‘¿ A quién enviaré, y quién irá por nosotros?’ Y respondí: ‘Heme aquí, envíame a mí’ Desde entonces soy misionero. Leía ávidamente todo lo que podía encontrar acerca de las misiones en el extranjero y me esforzaba por transmitir a los demás la visión que yo había alcanzado — la visión de los millones de seres humanos que no han tenido la oportunidad de escuchar a un predicador.”

LECCIÓN VIII>>>

viernes, 5 de agosto de 2016

APRENDIENDO A PREDICAR VII


LECCIÓN 7>>>

JUAN WESLEY


Tea arrebatada del fuego 1703-1791
A medianoche el cielo estaba iluminado por el reflejo sombrío de las llamas que devoraban vorazmente la casa del pastor Samuel Wesley. En la calle la gente gritaba: “¡Fuego! ¡Fuego!” Sin embargo, adentro la familia del pastor continuaba durmiendo tranquilamente, hasta que algunos escombros en llamas cayeron sobre la cama de Hetty, una de las hijas de la familia. La niña despertó sobresaltada y corrió al cuarto de su padre. Sin poder salvar absolutamente nada de las llamas, la familia tuvo que salir de la casa vistiendo apenas la ropa de dormir, en una temperatura helada.
El ama, al despertarse con la alarma, sacó rápidamente de la cuna al menor de los hijos, Carlos. Llamó a los otros niños, insistiendo que la siguiesen y bajó la escalera; sin embargo, Juan, que sólo tenía cinco años y medio, se quedó durmiendo.
Por tres veces la madre, Susana Wesley, que estaba enferma, tentó en vano subir la escalera. Dos veces el padre intentó, sin lograrlo, pasar por en medio de las llamas corriendo. Consciente del peligro inminente, juntó a toda su familia en el jardín donde todos cayeron de rodillas y suplicaron a Dios por la vida del niño que estaba dentro de la casa presa del fuego.
Mientras la familia oraba en el jardín, Juan se despertó y después de tratar inútilmente de bajar por las escaleras, se trepó sobre un baúl que estaba frente a una ventana, donde uno de los vecinos lo vio parado.
El vecino llamó a otras personas y concibieron el plan de que uno de ellos trepara sobre sus hombros y un tercer hombre igualmente trepara sobre los hombros del segundo, hasta alcanzar a la criatura. De esa manera Juan se salvó de morir en la casa en llamas, rescatado apenas unos momentos antes de que el techo se desplomase con gran estrépito.
Los valientes vecinos que lo salvaron, llevaron al niño a los brazos de su padre. “Vengan, amigos”, gritó Samuel Wesley al recibir a su hijito, “arrodillémonos y demos gracias a Dios! El me ha restituido a mis  ocho hijos; dejen que la casa arda; tengo recursos suficientes.” Quince minutos mas urde la casa, los libros, documentos y mobiliario ya no existían.
Años después, en cierta publicación apareció el retrato de Juan Wesley, y al pie del mismo se veía la ilustración de una casa ardiendo, y junto a ella la siguiente inscripción: ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio? (Zac_3:2).
En los escritos de Wesley se encuentra la siguiente referencia interesante sobre ese histórico siniestro:
“El 9 de febrero de 1750, durante un culto de vigilia, cerca de las once de la noche, recordé que era precisamente ése el día y la hora en que, cuarenta años atrás, me habían arrebatado de las llamas. Aproveché entonces la ocasión para relatar ese hecho de la maravillosa providencia. Las alabanzas y las acciones de gracias se elevaron a los cielos, y fue muy grande el regocijo demostrado al Señor.” Tanto el pueblo como Juan Wesley ya sabían para entonces por qué el Señor lo había librado del incendio.
El historiador Lecky se refiere al Gran Avivamiento como la influencia que salvó a Inglaterra de una revolución igual a la que, en la misma época, dejó a Francia en ruinas. De los cuatro personajes que se destacaron en el Gran Avivamiento, Juan Wesley fue el que más se distinguió. Jonatán Edwards, que nació en el mismo año que Wesley, falleció treinta y tres años antes que éste; Jorge Whitefield, nacido once años después que Wesley, falleció veinte años antes que él, y Carlos Wesley tomó parte efectiva en el movimiento por un período de dieciocho años solamente, mientras que Juan continuó durante medio siglo.
Pero para que la biografía de este célebre predicador sea completa es necesario incluir la historia de su madre, Susana. En efecto, es como cierto biógrafo escribió; “No se puede narrar la historia del Gran Avivamiento que tuvo lugar en Inglatera el siglo pasado (XVIII), sin conceder una gran parte de la honra merecida a la madre de Juan y Carlos Wesley; no solamente debido a la educación que inculcó profundamente en sus hijos, sino por la dirección que le dio al avivamiento.
La madre de Susana era hija de un predicador. Dedicada a la obra de Dios, se casó con el eminente ministro, Samuel Annesley. De los veinticinco hijos de ese enlace, Susana era la vigésima cuarta. Durante su vida siguió el ejemplo de su madre, empleando una hora de la madrugada y otra hora de la noche para orar y meditar sobre las Escrituras. Por lo que escribió cierto día, se puede apreciar cómo ella se dedicaba a la oración: “Alabado sea Dios por todo el día que nos comportamos bien. Pero todavía no estoy satisfecha, porque no disfruto mucho de Dios. Sé que aún estoy demasiado lejos de £1; anhelo tener mi alma más íntimamente unida a El mediante la fe y el amor.”

jueves, 4 de agosto de 2016

APRENDIENDO A PREDICAR VI


LECCIÓN 6>>>

ENRIQUE MARTYN
Luz usada enteramente por Dios 1781-1812
Arrodillado en una playa de la India, Enrique Martyn derramaba su alma ante el Maestro y oraba:  “Amado Señor, yo también andaba en el país lejano; mi vida ardía en el pecado… quisiste que yo regresase, ya no más un tizón para extender la destrucción, sino una antorcha que resplandezca por ti (Zac_3:2). ¡Heme aquí entre las tinieblas más densas, salvajes y opresivas del paganismo. Ahora, Señor,quiero arder hasta consumirme enteramente por ti!”
El intenso ardor de aquel día siempre motivó la vida de ese joven. Se dice que su nombre es “el nombre más heroico que adorna la historia de la Iglesia de Inglaterra, desde los tiempos de la reina Isabel”. Sin embargo, aun entre sus compatriotas, él no es muy conocido.
Su padre era de físico endeble. Después que él murió, los cuatro hijos, incluyendo Enrique, no tardaron en contraer la misma enfermedad de su padre, la tuberculosis.
Con la muerte de su padre, Enrique perdió el intenso interés que tenía por las matemáticas y más bien se interesó grandemente en la lectura de la Biblia. Se graduó con los honores más altos de todos los de su clase. Sin embargo, el Espíritu Santo habló a su alma: “Buscas grandes cosas para ti, pues no las busques.”
Acerca de sus estudios testificó: “Alcancé lo más grande que anhelaba, pero luego me desilusioné al ver que sólo había conseguido una sombra.”
Tenía por costumbre levantarse de madrugada y salir a caminar solo por los campos, para gozar de la comunión íntima con Dios. El resultado fue que abandonó para siempre sus planes de ser abogado, un plan que todavía seguía porque “no podía consentir en ser pobre por el amor de Cristo”.
Al escuchar un sermón sobre “El estado perdido de los paganos”, resolvió entregarse a la vida misionera. Al conocer la vida abnegada del misionero Guillermo Carey, dedicada a su gran obra en la India, se sintió guiado a trabajar en el mismo país.
El deseo de llevar el mensaje de salvación a los pueblos que no conocían a Cristo, se convirtió en un fuego inextinguible en su alma después que leyó la biografía de David Brainerd, quien murió siendo aún muy joven, a la edad de veintinueve años. 
Brainerd consumió toda su vida en el servicio del amor intenso que profesaba a los pieles rojas de la América del Norte. Enrique Martyn se dio cuenta de que, como David Brainerd, él también disponía de poco tiempo de vida para llevar a cabo su obra, y se encendió en él la misma pasión de gastarse enteramente por Cristo en él breve espacio de tiempo que le restaba. 
Sus sermones no consistían en palabras de sabiduría humana, sino que siempre se dirigía a la gente, como “un moribundo, predicando a los moribundos”.
A Enrique Martyn se le presentó un gran problema cuando la madre de su novia, Lidia Grenfel, no consentía en el casamiento porque él deseaba llevar a su esposa al extranjero. 
Enrique amaba a Lidia y su mayor deseo terrenal era establecer un hogar y trabajar junto con ella en la mies del Señor. Acerca de esto él escribió en su diario lo siguiente: “Estuve orando durante hora y media, luchando contra lo que me ataba… Cada vez que estaba a punto de ganar la victoria, mi corazón regresaba a su ídolo y, finalmente, me acosté sintiendo una gran pena.”
Entonces se acordó de David Brainerd, el cual se negaba a sí mismo todas las comodidades de la civilización, caminaba grandes distancias solo en la floresta, pasaba días sin comer, y después de esforzarse así durante cinco años volvió, tuberculoso, para fallecer en los brazos de su novia, Jerusha,  hija de Jonatán Edwards.
Por fin Enrique Martyn también ganó la victoria, obedeciendo al llamado a sacrificarse por la salvación de los perdidos. Al embarcarse, en 1805, para la India, escribió: “Si vivo o muero, que Cristo sea glorificado por la cosecha de multitudes para El.”
A bordo del navío, al alejarse de su patria, Enrique Martyn lloró como un niño. No obstante, nada ni nadie podían desviarlo de su firme propósito de seguir la dirección divina. El también era un tizón arrebatado del fuego, por eso repetidamente decía: “Que yo sea una llama de fuego en el servicio divino.”
Después de una travesía de nueve largos meses a bordo y cuando ya se encontraba cerca de su destino, pasó un día entero en ayuno y oración. Sentía cuan grande era el sacrificio de la cruz y cómo era igualmente grande su responsabilidad para con los perdidos en la idolatría que sumaban multitudes en la India. Siempre repetía: “Sobre tus muros, oh Jerusalén, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás. Los que os acordáis de Jehová, no reposéis, ni le deis tregua, hasta que restablezca a Jerusalén, y la ponga por alabanza en la tierra” (Isa_62:6-7).
La llegada de Enrique Martyn a la India, en el mes de abril de 1806, fue también en respuesta a la oración de otros. La necesidad era tan grande en ese país, que los pocos obreros que había allí se pusieron de acuerdo en reunirse en Calcuta de ocho en ocho días, para pedir a Dios que enviase un hombre lleno del Espíritu Santo y de poder a la India. Al desembarcar Martyn, fue recibido alegremente por ellos, como la respuesta a sus oraciones.
Es difícil imaginar el horror de las tinieblas en que vivía ese pueblo, entre el cual fue Martyn a vivir. Un día, cerca del lugar donde se hospedaba, oyó una música y vio el humo de una pira fúnebre, acerca de las cuales había oído hablar antes de salir de Inglaterra. Las llamas ya comenzaban a subir del lugar donde la viuda se encontraba sentada al lado del cadáver de su marido muerto. Martyn, indignado, se esforzó pero no pudo conseguir salvar a la pobre víctima.
En otra ocasión fue atraído por el sonido de címbalos a un lugar donde la gente rendía culto a los demonios. Los adoradores se postraban ante un ídolo, obra de sus propias manos, ¡al que adoraban y temían! Martyn se sentía “realmente en la vecindad del infierno”.
Rodeado de tales escenas, él se esforzaba más y más, incansablemente, día tras día en aprender la lengua. No se desanimaba con la falta de fruto de su predicación, porque consideraba que era mucho más importante traducir las Escrituras y colocarlas en las manos del pueblo. Con esa meta fija en su mente perseveraba en la obra de la traducción, perfeccionándola cuidadosamente, poco a poco, y deteniéndose de vez en cuando para pedir el auxilio de Dios.
Cómo ardía su alma en el firme propósito de dar la Biblia al pueblo, se ve en uno de sus sermones, conservado en el Museo Británico, y que copiamos a continuación:
“Pensé en la situación triste del moribundo, que tan sólo conoce bastante de la eternidad como para temer a la muerte, pero no conoce bastante del Salvador como para vislumbrar el futuro con esperanza. 
No puede pedir una Biblia para aprender algo en que afirmarse, ni puede pedir a la esposa o al hijo que le lean un capítulo para consolarlo. ¡La Biblia, ah, es un tesoro que ellos nunca poseyeron! Vosotros que tenéis un corazón para sentir la miseria del prójimo, vosotros que sabéis cómo la agonía del espíritu es más cruel que cualquier sufrimiento del cuerpo, vosotros que sabéis que está próximo el día en que tendréis que morir, ioh, dadles aquello que será un consuelo a la hora de la muerte!”
Para alcanzar ese objetivo, de dar las Escrituras a los pueblos de la India y de Persia, Martyn se dedicó a la obra de traducción de día y de noche, en sus horas de descanso y mientras viajaba. No disminuía su marcha ni cuando el termómetro registraba el intenso calor de 50°, ni cuando sufría de fiebre intermitente, ni debido a la gravedad de la peste blanca que ardía en su pecho.
Igual que David Brainerd, cuya biografía siempre sirvió para inspirarlo, Enrique Martyn pasó días enteros en intercesión y comunión con su “amado, su querido Jesús”. “Parece”, escribió él, “que puedo orar cuanto quiera sin cansarme. Cuan dulce es andar con Jesús y morir por El…” Para él la oración no era una mera formalidad, sino el medio de alcanzar la paz y el poder de los cielos, el medio seguro de quebrantar a los endurecidos de corazón y vencer a los adversarios.
Seis años y medio después de haber desembarcado en la India, a la edad de 31 años, cuando emprendía un largo viaje, falleció. Separado de los hermanos, del resto de la familia, rodeado de perseguidores, y su novia esperándolo en Inglaterra, fue enterrado en un lugar desconocido.
¡Fue muy grande el ánimo, la perseverancia, el amor y la dedicación con que trabajó en la mies de su Señor! Su celo ardió hasta consumirlo en ese corto espacio de seis años y medio. Nos es imposible apreciar cuan grande fue la obra que realizó en tan pocos años. Además de predicar, logró traducir parte de las Sagradas Escrituras a las lenguas de una cuarta parte de todos los habitantes del mundo. 
El Nuevo Testamento en indi, indostani y persa, y los evangelios en judaico-persa son solamente una parte de sus obras.
Cuatro años después de su muerte nació Fidelia Fiske en la tranquilidad de Nueva Inglaterra. Cuando todavía estudiaba en la escuela, leyó la biografía de Enrique Martyn. Anduvo cuarenta y cinco kilómetros de noche, bajo violenta tempestad de nieve, para pedir a su madre que la dejase ir a predicar el evangelio a las mujeres de Persia. Al llegar a Persia, reunió a las mujeres y les habló del amor de Jesús, hasta que el avivamiento en Oroomiah se convirtió en otro Pentecostés.
Si Enrique Martyn, que entregó todo para el servicio del Rey de reyes, pudiese hoy visitar la India y Persia, cuan grande sería la obra que encontraría, obra realizada por tan gran número de fieles hijos de Dios, en los cuales ardió el mismo fuego encendido por la lectura de la biografía de ese precursor.

miércoles, 3 de agosto de 2016

APRENDIENDO A PREDICAR V


LECCIÓN 5>>>





HUDSON TAYLOR
El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus ingresos diarios – ‘Mi paz os doy’. Todo aquello que no agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le agitaría a él. La serenidad del Señor Jesús en relación a cualquier asunto, y en el momento más crítico, era su ideal y su posesión práctica. No conocía nada de prisas ni de apuros, de nervios trémulos ni agitación de espíritu. Conocía esa paz que sobrepuja todo entendimiento, y sabía que no podía existir sin ella… Yo conocía las ‘doctrinas de Keswick, y las había enseñado a otros, pero en este hombre se veía la realidad, la personificación de la ‘doctrina Keswick’, tal como yo nunca esperaba verlo».
La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la leía, sino que la vivía.
En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa María y cuatro de sus hijos.
Mientras recorrían las ciudades chinas, Howard pudo comprobar el gran amor que todos le dispensaban a su padre, y también conocer cuál era el secreto de su prodigiosa vida espiritual. Para Taylor, el secreto estaba en mantener la comunión con Dios diaria y momentáneamente. Y esto se podía lograr únicamente por medio de la oración secreta y el alimentarse de la Palabra. Pero ¿cómo obtener el tiempo necesario para estos dos ejercicios espirituales? «A menudo, cuando tanto los viajeros como los portadores chinos habían de pasar la noche en un solo cuarto (en las humildes posadas chinas), se tendían unas cortinas para proveer un rincón aislado para nuestro padre, y otro para nosotros.
Y luego, cuando el sueño había hecho presa de la mayoría, se oía el chasquido de un fósforo y una tenue luz de vela nos avisaba que Hudson Taylor, por más cansado que estuviera, estaba entregado al estudio de su Biblia en dos volúmenes que siempre llevaba. De las dos a las cuatro de la madrugada era el rato generalmente dedicado a la oración – el tiempo cuando podía estar seguro de que no habría interrupción en su comunión con Dios. Esa lucecita de vela ha sido más significativa para nosotros que todo lo que hemos leído u oído acerca de la oración secreta; esto significaba una realidad – no la prédica, sino la práctica».
Después de haber recorrido todas las misiones establecidas por él, Hudson Taylor se retiró a descansar una tarde de junio de 1905, y de este sueño despertó en las mansiones celestiales.

martes, 2 de agosto de 2016

APRENDA A PREDICAR IV



Hardeman Nichols dice: ‘Tuve la oportunidad de escuchar al hermano Hardeman durante una campaña que llevó a cabo en Corinto, Mississippi, a mediados de 1940. Esa noche, su tema fue, “Historia Bíblica.” Con una asombrosa facilidad y sin una nota recitó la genealogía completa de Jesús ¡desde Adán hasta el nacimiento de nuestro Señor! Cuando me percaté de que lo iba a mencionar, seguí la genealogía en mi Biblia ¡y no omitió ni un solo nombre de ella!’

LECCIÓN 4>>>


APRENDIENDO A PREDICAR III

LECCIÓN III>>>

Jorge Whitefield – Predicador al aire 

Más de 100 mil hombres y mujeres rodeaban al predicador hace doscientos años en Cambuslang, Escocia.


Las palabras del sermón, vivificadas por el Espíritu Santo, se oían claramente en todas partes donde se encontraba ese mar humano. Es difícil hacerse idea del aspecto de la multitud de 10 mil penitentes que respondieron al llamado para aceptar al Salvador. Estos acontecimientos nos sirven como uno de los

pocos ejemplos del cumplimiento de las palabras de Jesús: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre” (Juan 14:12).

Había “como un fuego ardiente metido en los huesos” de este predicador, que era Jorge Whitefield.

Ardía en él un santo celo de ver a todas las personas liberadas de la esclavitud del pecado. Durante un período de veintiocho días realizó la increíble hazaña de predicar a diez mil personas diariamente. Su voz se podía oír perfectamente a más de un kilómetro de distancia, a pesar de tener una constitución física

delgada y de adolecer de un problema pulmonar. Todos los edificios resultaban pequeños para contener esos enormes auditorios, y en los países donde predicó, instalaba su pulpito en los campos, fuera de las ciudades. Whitefield merece el título de príncipe de los predicadores al aire libre, porque predicó un promedio de diez veces por semana, durante un período de treinta y cuatro años, la mayoría de las veces bajo el techo construido por Dios, que es el cielo.

La vida de Jorge Whitefield fue un milagro. Nació en una taberna de bebidas alcohólicas. Antes de cumplir tres años, su padre falleció. Su madre se casó nuevamente, pero a Jorge se le permitió continuar sus estudios en la escuela. En la pensión de su madre él hacía la limpieza de los cuartos, lavaba la ropa y vendía bebidas en el bar. Por extraño que parezca, a pesar de no ser aún salvo, Jorge se interesaba grandemente en la lectura de las Escrituras, leyendo la Biblia hasta altas horas de la noche y preparando sermones. 

En la escuela se lo conocía como orador. Su elocuencia era natural y espontánea, un don
extraordinario de Dios que poseía sin siquiera saberlo.

Se costeó sus propios estudios en Pembroke College, Oxford, sirviendo como mesero en un hotel.

Después de estar algún tiempo en Oxford, se unió al grupo de estudiantes a que pertenecían Juan y Carlos Wesley. Pasó mucho tiempo, como los demás de ese grupo, ayunando y esforzándose en mortificar la carne, a fin de alcanzar la salvación, sin comprender que “la verdadera religión es la unión del alma con Dios y la formación de Cristo en nosotros”.

Acerca de su salvación escribió poco antes de su muerte: “Sé el lugar donde… Siempre que voy a Oxford, me siento impelido a ir primero a ese lugar donde Jesús se me reveló por primera vez, y me concedió mi nuevo nacimiento.”

Con la salud quebrantada, quizás por el exceso de estudio, Jorge volvió a su casa para recuperarla.

Resuelto a no caer en el indiferentismo, estableció una clase bíblica para jóvenes que como él, deseaban orar y crecer en la gracia de Dios. Diariamente visitaban a los enfermos y a los pobres, y, frecuentemente, a los presos en las cárceles, para orar con ellos y prestarles cualquier servicio manual que pudiesen.

Jorge tenía en el corazón un plan que consistía en preparar cien sermones y presentarse para ser destinado al ministerio. Sin embargo, era tanto su celo que cuando apenas había preparado un solo sermón, ya la iglesia insistía en ordenarlo, teniendo él apenas veintiún años, a pesar de existir un reglamento que prohibía aceptar a ninguna persona menor de 23 años para tal cargo.

El día anterior a su separación para el ministerio lo pasó en ayuno y oración. Acerca de ese hecho, él escribió: 

“En la tarde me retiré a un lugar alto cerca de la ciudad, donde oré con insistencia durante dos horas pidiendo por mí y también por aquellos que iban a ser separados junto conmigo. El domingo me levanté de madrugada y oré sobre el asunto de la epístola de Pablo a Timoteo, especialmente sobre el precepto: “Ninguno tenga en poco tu juventud.” Cuando el presbítero me impuso las manos, si mi vil corazón no me engaña, ofrecí todo mi espíritu, alma y cuerpo para el servicio del santuario de Dios…

Puedo testificar ante los cielos y la tierra, que me di a mí mismo, cuando el presbítero me impuso las manos, para ser un mártir por Aquel que fue clavado en la cruz en mi lugar.”

Los labios de Whitefield fueron tocados por el fuego divino del Espíritu Santo en ocasión de su separación para el ministerio. El domingo siguiente, en esa época de frialdad espiritual, predicó por primera vez. Algunos se quejaron de que quince de los oyentes “enloquecieron” al escuchar el sermón.

Sin embargo, el presbítero al comprender lo que pasaba, respondió que sería muy bueno que los quince no se olvidasen de su “locura” antes del siguiente domingo.

Whitefield nunca se olvidó ni dejó de aplicar las siguientes palabras del doctor Delaney: “Deseo, todas las veces que suba al pulpito, considerar esa oportunidad como la última que se me concede para predicar y la última que la gente va a escuchar.” Alguien describió así una de sus predicaciones: “Casi nunca predicaba sin llorar y sé que sus lágrimas eran sinceras. Lo oí decir: ‘Vosotros me censuráis porque lloro.

Pero, ¿cómo puedo contenerme, cuando no lloráis por vosotros mismos, a pesar de que vuestras almas inmortales están al borde de la destrucción? No sabéis si estáis oyendo el último sermón o no, o jamás tendréis otra oportunidad de llegar a Cristo.'” A veces lloraba hasta parecer que estaba muerto y a mucho costo recuperaba las fuerzas. Se dice que los corazones de la mayoría de los oyentes se derretían ante el calor intenso de su espíritu, como la plata se derrite en el horno del refinador.

Cuando era estudiante del colegio de Oxford, su corazón ardía de celo, y pequeños grupos de alumnos se reunían en su cuarto diariamente; se sentían impelidos como los discípulos se sintieron después del derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés. El Espíritu continuó obrando poderosamente en él y por él durante el resto de su vida, porque nunca abandonó la costumbre de buscar la presencia de Dios.

Dividía el día en tres partes: ocho horas solo con Dios y dedicado al estudio, ocho horas para dormir y tomar sus alimentos, y ocho horas tiara el trabaja entre la gente. De rodillas leía las Escrituras y oraba sobre esa lectura, y así recibía luz, vida y poder. Leemos que en una de sus visitas a los Estados Unidos, “pasó la mayor parte del viaje a bordo solo, orando”. Alguien escribió sobre él: “Su corazón se llenó tanto de los cielos, que anhelaba tener un lugar donde pudiese agradecer a Dios; y completamente solo, durante horas, lloraba conmovido por el amor de su Señor que lo consumía.” Las experiencias que tenía en su ministerio confirmaban su fe en la doctrina del Espíritu Santo, como el Consolador todavía vivo, el Poder de Dios que obra actualmente entre nosotros.

Jorge Whitefield predicaba en forma tan vivida que parecía casi sobrenatural. Se cuenta que cierta vez predicando a algunos marineros, describió un navio perdido en un huracán. Toda la escena fue presentada con tanta realidad, que cuando llegó al punto de describir cómo el barco se estaba hundiendo, algunos de los marineros saltaron de sus asientos gritando: “¡A los botes! ¡A los botes!” En otro sermón habló de un ciego que iba andando en dirección de un precipicio desconocido. La escena fue tan natural que, cuando el predicador llegó al punto de describir la llegada del ciego a la orilla del profundo abismo, el Camarero Mayor, Chesterfield, que asistía al sermón, dio un salto gritando: “¡Dios mío! ¡Se mató!”

Sin embargo, el secreto de la gran cosecha de almas salvas no era su maravillosa voz, ni su gran elocuencia. Tampoco se debía a que la gente tuviese el corazón abierto para recibir el evangelio, porque ése era un tiempo de gran decadencia espiritual entre los creyentes.

Tampoco fue porque le faltase oposición. Repetidas veces Whitefield predicó en los campos porque las iglesias le habían cerrado las puertas. A veces ni ios hoteles querían aceptarlo como huésped. 
  • En Basingstoke fue agredido a palos. 
  • En Staffordshire le tiraron terrones de tierra. 
  • En Moorfield destruyeron la mesa que le servía de pulpito y le arrojaron la basura de la feria. 
  • En Evesham las autoridades, antes de su sermón, lo amenazaron con prenderlo si predicaba. 
  • En Exeter, mientras predicaba ante un auditorio de diez mil personas, fue apredreado de tal modo que llegó a pensar que le había llegado su hora, como al ensangrentado Esteban, de ser llamado inmediatamente a la presencia del Maestro. 
  • En otro lugar lo apedrearon nuevamente hasta dejarlo cubierto de sangre. Verdaderamente llevó en el cuerpo, hasta la muerte, las marcas de Jesús.
El secreto de obtener tales resultados con su predicación era su gran amor para con Dios. Cuando todavía era muy joven, se pasaba las noches enteras leyendo la Biblia, que tanto amaba. Después de convertirse, tuvo la primera de sus experiencias de sentirse arrebatado, quedando su alma enteramente al descubierto, llena, purificada, iluminada por la gloria y llevada a sacrificarse enteramente a su Salvador.

Desde entonces nunca más fue indiferente al servicio de Dios, sino que, por el contrario, se regocijaba trabajando con toda su alma, con todas sus fuerzas y con todo su entendimiento. Solamente le interesaban los cultos y le escribió a su madre que nunca más volvería a su antiguo empleo. Consagró su vida totalmente a Cristo. Y la manifestación exterior de aquella vida nunca excedía su realidad interior; así pues, nunca mostró cansancio, ni disminuyó la marcha durante el resto de su vida.

A pesar de todo, él escribió: “Mi alma estaba seca como el desierto. Me sentía como si estuviese encerrado dentro de una armadura de hierro. No podía arrodillarme sin prorrumpir en grandes sollozos y oraba hasta quedar empapado en sudor… Sólo Dios sabe cuántas noches quedé postrado en la cama, gimiendo por lo que sentía y, ordenando en el nombre de Jesús, que Satanás se apartase de mí. Otras veces pasé días y semanas enteras postrado en tierra suplicando a Dios que me liberase de los pensamientos diabólicos que me distraían. El interés propio, la rebeldía, el orgullo y la envidia me atormentaban, uno después de otro, hasta que resolví vencerlos o morir. Luchaba en oración para que Dios me concediese la victoria sobre ellos.”

Jorge Whitefield se consideraba un peregrino errante en el mundo, en busca de almas. Nació, se crió, estudió y obtuvo su diploma en Inglaterra. Atravesó el Atlántico trece veces. Visitó Escocia catorce veces.

Fue a Gales varias veces. Estuvo una vez en Holanda. Pasó cuatro meses en Portugal. En las Bermudas ganó muchas almas para Cristo, así como en todos los lugares donde trabajó.

Acerca de lo que experimentó en uno de esos viajes a la Colonia de Georgia, Whitefield escribió: “Recibí de lo alto manifestaciones extraordinarias. Al amanecer, al mediodía, al anochecer y a medianoche — de hecho el día entero — el amado Jesús me visitaba para renovar mi corazón. 

Si ciertos árboles próximos a Stonehouse pudiesen hablar, contarían la dulce comunión que yo y algunas almas amadas gozamos allí con Dios, siempre bendito. A veces, estando de paseo, mi alma hacía tales incursiones por las regiones celestes, que parecía estar lista para abandonar mi cuerpo. 

Otras veces me sentía tan vencido por la grandeza de la majestad infinita de Dios, que me postraba en tierra y le entregaba mi alma, como un papel en blanco, para que El escribiese en ella lo que desease. Nunca me olvidaré de una cierta noche de tormenta. Los relámpagos no cesaban de alumbrar el cielo. 

Yo había predicado a muchas personas, y algunas de ellas estaban temerosas de volver a casa. Me sentí guiado a acompañarlas y aprovechar la ocasión para animarlas a prepararse para la venida del Hijo del hombre. ¡Qué inmenso gozo sentí en mi alma! ¡Cuando volvía, mientras algunos se levantaban de sus camas asustados por los relámpagos que iluminaban los pisos y brillaban de uno al otro lado del cielo, otro hermano y yo nos quedamos en el campo adorando, orando, ensalzando a nuestro Dios y deseando la revelación de Jesús desde los cielos, ¡en una llama de fuego!”

¿Cómo se puede esperar otra cosa sino que las multitudes, a las que Whitefíeld predicaba, se vieran inducidas a buscar la misma Presencia? En su biografía hay un gran número de ejemplos como los siguientes: “¡Oh, cuántas lágrimas se derramaron en medio de fuertes clamores por el amor del querido Señor Jesús! Algunos desfallecían y cuando recobraban las fuerzas, al escucharme volvían a desfallecer. Otros gritaban como quien siente el ansia de la muerte. Y después de acabar el último discurso, yo mismo me sentí tan vencido por el amor de Dios, que casi me quedé sin vida. Sin embargo, por fin reviví y después de tomar algún alimento, me sentí lo suficientemente fuerte como para viajar cerca de treinta kilómetros, hasta Nottingham. En el camino alegré mi alma cantando himnos. 

Llegamos casi a medianoche; después de entregarnos a Dios en oración, nos acostamos y descansamos bajo la protección del querido Señor Jesús. ¡Oh Señor, jamás existió un amor como el tuyo!”

Luego Whitefíeld continuó sin descanso: “Al día siguiente en Fog’s Manor la concurrencia a los cultos fue tan grande como en Nottingham. La gente quedó tan quebrantada, que por todos los lados vi personas con el rostro bañado en lágrimas. 

La Palabra era más cortante que una espada de dos filos, y los gritos y gemidos tocaban al corazón más endurecido. Algunos tenían semblantes tan pálidos como la palidez de la muerte; otros se retorcían las manos, llenos de angustia; otros más cayeron de rodillas al suelo, mientras que otros tenían que ser sostenidos por sus amigos para no caer. La mayor parte del público levantaba los ojos a los cielos, clamando y pidiendo misericordia de Dios. Yo, mientras los contemplaba, solamente podía pensar en una cosa, que ése había sido el gran día. Parecían personas despertadas por la última trompeta, saliendo de sus tumbas para comparecer al Juicio Final.

“El poder de la Presencia divina nos acompañó hasta Baskinridge, donde los arrepentidos lloraban y los salvos oraban, lado a lado. El indiferentismo de muchos se transformó en asombro y el asombro se transformó después en gozo. Alcanzó a todas las clases, edades y caracteres. La embriaguez fue abandonada por aquellos que habían estado dominados por ese vicio. 

Los que habían practicado cualquier acto de injusticia, sintieron remordimientos. Los que habían robado se vieron constreñidos a hacer restitución. Los vengativos pidieron perdón. Los pastores quedaron ligados a su pueblo mediante un vínculo más fuerte de compasión. Se inició el culto doméstico en los hogares. Como resultado, los hombres se interesaron en estudiar la Palabra de Dios y a tener comunión con su Padre celestial.”

Pero no fue solamente en los países populosos que la gente afluyó para oírlo. En los Estados Unidos, cuando todavía era un país nuevo, se congregaron grandes multitudes de personas que vivían lejos unos de otros en las florestas. En su diario, el famoso Benjamín Franklin dejó constancia de esas reuniones de la siguiente manera: 

“El jueves el reverendo Whitefíeld partió de nuestra ciudad, acompañado de ciento cincuenta personas a caballo, con destino a Chester, donde predicó ante una audiencia de siete mil personas, más o menos. 

El viernes predicó dos veces en Willings Town a casi cinco mil personas. El sábado en Newcastle predicó a cerca de dos mil quinientas personas y, en la tarde del mismo día, en Cristiana Bridge, predicó a casi tres mil. El domingo en White Clay Creek predicó dos veces, descansando media hora entre los dos sermones dirigidos a ocho mil personas, de las cuales cerca de tres mil habían venido a caballo. La mayor parte del tiempo llovió; sin embargo, todos los oyentes permanecieron de pie, al aire libre.”

Cómo Dios extendió su mano para obrar prodigios por medio de su siervo, se puede ver claramente en lo siguiente: De pie sobre un estrado ante la multitud, después de algunos momentos de oración en silencio, Whitefield anunció de manera solemne el texto: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio.” 

Después de un corto silencio, se oyó un grito de horror proveniente de algún lugar entre la multitud. Uno de los predicadores allí presentes fue hasta el lugar de la ocurrencia para saber lo que había dado origen a ese grito. 

Cuando volvió, dijo: “Hermano Whitefield, estamos entre los muertos y los que están muriendo. Un alma inmortal fue llamada a la eternidad. El ángel de la destrucción está pasando sobre el auditorio. Clama en voz alta y no ceses.” Entonces se anunció al público que una de las personas de la multitud había muerto. No obstante, Whitefield leyó por segunda vez el mismo texto: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez.” 

Del lado donde la señora de Huntington estaba de pie, vino otro grito agudo. Nuevamente, un estremecimiento de horror pasó por toda la multitud cuando anunciaron que otra persona había muerto. Pero Whitefield, en vez de llenarse de pánico como los demás, suplicó la gracia del Ayudador invisible y comenzó, con elocuencia tremenda, a prevenir del peligro a los impenitentes. Sin embargo, debemos aclarar que él no siempre era vehemente o solemne. Nunca otro orador experimentó tantas formas de predicar como él.

A pesar de su gran obra, no se puede acusar a Whitefield de buscar fama o riquezas terrenales. Sentía hambre y sed de la sencillez y sinceridad divinas. Dominaba todos sus intereses y los transformaba para la gloria del reino de su Señor. No congregó a su alrededor a sus convertidos para formar otra denominación, como algunos esperaban. No solamente entregaba todo su ser, sino que quería “más lenguas, más cuerpos y más almas para dedicarlos al servicio del Señor Jesús”.

La mayor parte de sus viajes a la América del Norte los hizo a favor del orfanatorio que fundó en la colonia de Georgia. Vivía en la pobreza y se esforzaba para conseguir lo necesario para el orfanatorio.

Amaba a los huérfanos con ternura y les escribía cartas, dirigiéndose a cada uno de ellos por su nombre.Para muchos de esos niños él era el único padre y el único medio de su sustento. Una gran parte de su obra evangelizadora la realizó entre los huérfanos, y casi todos ellos permanecieron siempre creyentes fieles y unos cuantos de ellos llegaron a ser ministros del Evangelio. Whitefield no era de físico robusto; desde su juventud sufrió casi constantemente, anhelando muchas veces partir para estar con Cristo. A la mayoría de los predicadores les es imposible predicar cuando se encuentran enfermos como él.

Fue así como, a los 65 años de edad, durante su séptimo viaje a la América del Norte, finalizó su carrera en la tierra, una vida escondida con Cristo en Dios y derramada en un sacrificio de amor por los hombres.

El día antes de fallecer tuvo que esforzarse para poder permanecer en pie. Sin embargo al levantarse, en Exeter, ante un auditorio demasiado grande para caber dentro de ningún edificio, el poder de Dios vino sobre él y predicó como de costumbre, durante dos horas. 

Uno de los que asistieron dijo que “su rostro brillaba como el sol”. El fuego que se encendió en su corazón en el día de oración y ayuno de su separación para el ministerio, ardió hasta dentro de sus huesos y nunca se apagó (Jeremías 20:9).

Cierta vez un hombre eminente le dijo a Whitefield: “No espero que Dios llame pronto al hermano para la morada eterna, pero cuando eso suceda, me regocijaré al oír su testimonio.” 

El predicador le respondió:
“Entonces, usted va a sufrir una desilusión, puesto que voy a morir callado. La voluntad de Dios es darme tantas oportunidades para dar testimonio de El durante mi vida, que no me serán dadas otras a la hora de mi muerte.” 

Y su muerte fue tal como él la predijo. Después del sermón que predicó en Exeter, fue a Newburyport para pasar la noche en la casa del pastor. Al subir al dormitorio se dio vuelta en la escalera y con la vela en la mano pronunció un breve mensaje a sus amigos que allí estaban e insistían en que predicase.

A las dos de la mañana se despertó. Le faltaba la respiración y le dijo a su compañero sus últimas palabras que pronunció en la tierra: “Me estoy muriendo.”

En su entierro, las campanas de las iglesias de Newburyport doblaron y las banderas quedaron a media asta. Ministros de todas partes asistieron a sus funerales; millares de personas no consiguieron acercarse a la puerta de la iglesia debido a la inmensa multitud. 

Cumpliendo su petición, fue enterrado bajo el pulpito de la iglesia.

Si queremos recoger los mismos frutos de ver salvos a millares de nuestros semejantes, como lo vio Whitefield, debemos seguir su ejemplo de oración y dedicación.

¿Piensa alguien que es ésta una tarea demasiado grande? ¿Qué diría Jorge Whitefield, que se encuentra ahora junto a los que él llevó a Cristo, si le hiciésemos esta pregunta?

APRENDIENDO A PREDICAR 2


LECCIÓN 2>>>

Hace dos siglos que el mundo habla del famoso sermón, Pecadores en las manos de un Dios airado, y de los oyentes que se agarraban a los bancos pensando que iban a caer en el fuego eterno. Ese hecho fue solamente uno de los muchos que ocurrieron en aquellas reuniones, en que el Espíritu Santo desvendaba los ojos de los presentes, para que contemplaran las glorias de los cielos y la realidad del castigo que está bien cerca de aquellos que están alejados de Dios.


Jonatán Edwards fue la persona que más sobresalió en ese avivamiento que se llamaba el “Gran despertamiento”. Su vida es un destacado ejemplo de consagración al Señor, para el mayor desarrollo del entendimiento, y sin ningún interés personal, de dejar al Espíritu Santo que hiciera uso de ese mismoentendimiento como un instrumento en sus manos. Jonatán Edwards amaba a Dios, no solamente de corazón y alma, sino también con todo su entendimiento. “Su mente prodigiosa se apoderaba de las verdades más profundas.” Sin embargo, “su alma era de hecho un santuario del Espíritu Santo”. Bajo una calma exterior aparente, ardía e! fuego divino, como un volcán.

Los creyentes de hoy le deben a ese héroe, gracias a su perseverancia en orar y estudiar bajo la dirección del Espíritu, el retorno a varias doctrinas y verdades de la iglesia primitiva. Fue grande el fruto de la dedicación del hogar en que nació y se crió. Su padre fue pastor amado de una misma iglesia durante un período de sesenta y cuatro años. Su piadosa madre era hija de un predicador que pastoreó una iglesia durante más de cincuenta años.

De las diez hermanas de Jonatán, cuatro eran mayores que él y las otras seis eran menores. “Muchas fueron las oraciones que sus padres elevaron a Dios, para que su único y amado hijo varón fuese lleno del Espíritu Santo, y llegase a ser grande delante del Señor. No solamente oraban así, con fervor y constancia, sino que se dedicaron a criarlo con mucho celo para el servicio de Dios. Las oraciones hechas alrededor del fuego del hogar los inducían a esforzarse, y sus esfuerzos redoblados los estimulaban a orar más fervorosamente… Aquella enseñanza religiosa y constante hizo que Jonatán conociese íntimamente a Dios, cuando aún era muy pequeño.”

Cuando Jonatán tenía siete u ocho años, hubo un avivamiento en la iglesia de su padre, y Jonatán se acostumbró a orar sólito, cinco veces, todos los días, y a llamar a otros niños para que oraran con él.

Aquí citamos sus palabras sobre este asunto: “La primera experiencia, que recuerdo, de sentir en lo Intimo la delicia de Dios y de las cosas divinas, fue al leer las palabras de 1Timoteo 1:17: ‘Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos, Amén.’

Sentía la presencia de Dios hasta arderme el corazón y abrasarme el alma de tal manera, que no sé cómo describirla. .. Me gustaba pasar el tiempo mirando la luna, y de día, contemplaba las nubes y el cielo. Pasaba mucho tiempo observando la gloria de Dios, revelada en la naturaleza, y cantando mis contemplaciones del Creador y Redentor. Antes sentía mucho miedo al ver los relámpagos y oír el estruendo de los truenos. Sin embargo, más tarde me regocijaba al oír la majestuosa y terrible voz de Dios en la tronada.”

Antes de cumplir los trece años, inició sus estudios en el Colegio de Yale, donde en el segundo año, leyó atentamente la famosa obra de Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano. Se ve en sus propias palabras acerca de esa obra, el gran desarrollo intelectual del muchacho: “Encontré más gozo en su lectura, que el que siente el más ávido avaro al juntar grandes cantidades de oro y plata de tesoros recién adquiridos.”

Edwards, antes de cumplir los diecisiete años, se graduó en el Colegio de Yale con las más altas calificaciones. Siempre estudiaba con mucho ahínco, pero también buscaba tiempo para estudiar la Biblia diariamente. Después de graduarse, continuó sus estudios en Yale, durante dos años, y entonces fue elegido para el ministerio.