domingo, 7 de agosto de 2016

vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de su manto llenaba el templo... él tocó mi boca, y dijo: He aquí, esto ha tocado tus labios, y es quitada tu iniquidad y perdonado tu pecado...¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?


JONATHAN GOFORTH
“Con mi Espíritu” 1859-1936
Cierto día del año 1900, en Changte, en el interior de la China, pasó un correo galopando velozmente. Llevaba un despacho de la emperatriz al gobernador, ordenándole que tomase medidas para exterminar, inmediatamente, a todos los extranjeros. En aquella horrible masacre que siguió, Jonatán Goforth, su esposa e hijos pequeños, fueron cercados por millares de bóxers, determinados a quitarles la vida.

El padre de familia, al caer al suelo, víctima de un tremendo golpe que casi le partió el cráneo, oyó una voz que le decía: “¡No temas! ¡Tus hermanos están orando por ti!” Antes de quedar inconsciente, vio que llegaba a galope un caballo que amenazaba atropellarlo. Al volver en sí, vio que el caballo había caído a su lado, pataleando de tal manera que sus atacantes fueron obligados a desistir del propósito de matarlo.

Así, pues, el misionero reconoció que la mano de Dios lo protegió maravillosa y constantemente todo el tiempo de la masacre de los bóxers, en la cual centenares de creyentes fueron muertos. Jonatán Goforth y su familia se salvaron de las innúmeras situaciones angustiosas que pasaron entre el pueblo amotinado, hasta que por fin, veinte días después, llegaron al litoral del país.

Rosalind y Jonatán Goforth vivían su vida escondidos con Cristo en Dios. He aquí, en sus propias palabras, cómo vivían: “No es solamente necedad aceptar para nosotros la gloria que pertenece a Dios, sino que además es un grave pecado, porque el Señor dijo: “A otro no daré mi gloria.”

Siendo aún joven, Jonatán Goforth adoptó las palabras de Zac_4:6 como lema de su vida: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos.”

Alguien que lo conocía íntimamente, escribió lo siguiente: “Ante todo Jonatán Goforth era un conquistador de almas. Fue por esa razón que se hizo misionero en el extranjero; no había otro interés, otra actividad ni otro ministerio que lo atrajese. . . Con el fuego del amor de Dios en su corazón, él manifestaba un entusiasmo irresistible y una energía incansable. Nada podía impedir sus esfuerzos dinámicos en la obra, para la cual Dios lo había llamado. Era así tanto a los 77 años de edad, como cuando tenía 57. Con la pérdida de la vista durante los últimos tres años de su vida, no disminuyeron sus bríos — al contrario, parece que aumentaron.”

Sus propias palabras nos revelan cómo fueron echados los cimientos de su vida, constantemente esforzada al servicio del Señor: “Mi madre, cuando mis hermanos y yo éramos todavía pequeños, nos enseñaba con un desvelo incesante las Escrituras y oraba con nosotros. Una cosa que tuvo una gran influencia sobre mi vida, fue el hecho de que mi madre me pidiese que le leyera los Salmos en voz alta.

Yo tenía apenas cinco años cuando comencé a hacer ese ejercicio y encontré su lectura fácil. Con la práctica adquirí la costumbre de memorizar las Escrituras, cosa que continué haciendo con gran provecho.”

Todos podríamos decir que es muy fácil que la lectura de las Escrituras y la oración degeneren en una monótona formalidad. Pero, al contrario, el semblante de Jonatán Goforth, se iluminaba con el reflejo de la gloria de las Escrituras que recibía en su alma. Después de su muerte, una criada católica romana declaró lo siguiente: “Cuando el señor Goforth se hospedaba en la casa donde trabajo, yo le miraba el rostro y me preguntaba a mí misma: ¿Será así el rostro de Dios?”

Acerca de la conversión de su padre, Jonatán escribió lo siguiente: “En la época de mi conversión, yo estaba viviendo con mi hermano Guillermo. Cierta vez nuestros padres fueron a visitarnos y se quedaron con nosotros más o menos un mes. Hacía tiempo que el Señor me había guiado a realizar cultos domésticos. Así pues, un día anuncié: ‘Celebraremos un culto doméstico hoy, y pido a todos que se reúnan después de la comida.’ Yo esperaba que mi padre se manifestase contrario a la idea, porque en su casa no habíamos acostumbrado dar gracias a Dios antes de las comidas, ¡cuánto más celebrar un culto doméstico!

Leí un capítulo de Isaías, y después de hablar algunas palabras, oramos juntos, de rodillas. Continuamos celebrando los cultos domésticos durante todo el tiempo que me encontraba en casa. Después de algunos meses, mi padre fue salvo.”

Cuando el joven Goforth realizaba sus estudios secundarios en el gimnasio, su ambición era llegar a ser abogado, hasta que, cierto día, leyó la inspiradora biografía del predicador Roberto McCheyne. No solamente se desvanecieron para siempre todas sus ambiciones, sino que él también dedicó toda su vida a llevar almas al Salvador. En ese tiempo, el joven “devoró” los siguientes libros: “Los discursos de Spurgeon”; “Los mejores sermones de Spurgeon”; “La gracia abundante” (Bunyan) y “El descanso de los santos” (Baxter). Por supuesto, la Biblia era su libro predilecto y acostumbraba levantarse dos horas más temprano para estudiar las Escrituras, antes de ocuparse en cualquier otro servicio del día.

Acerca del llamado que recibió de Dios en ese tiempo, él escribió lo siguiente: “A pesar de sentirme dirigido hacia el ministerio de la Palabra, me negaba terminantemente a ser un misionero en el extranjero.

Pero un colega me invitó a asistir a una reunión de un misionero, el cual hizo el siguiente llamado: ‘Desde hace dos años voy pasando de ciudad en ciudad, contando la situación de Formosa y rogando que algún joven se ofrezca para auxiliarme. Pero parece que no he logrado transmitir la visión a ninguno. Así pues, regreso solo. Dentro de poco tiempo mis huesos se estarán blanqueando en la ladera de algún cerro en Formosa. Se me oprime el corazón al saber que ningún joven se siente llamado a continuar el trabajo que yo inicié.’

“Al oír esas palabras, me sentí sumamente avergonzado. Si la tierra me hubiese tragado, habría sido para mí un alivio. Yo que había sido comprado con la preciosa sangre de Cristo, osaba planear mi vida de acuerdo con mi voluntad únicamente. Oí entonces la voz del Señor que me decía: ‘¿ A quién enviaré, y quién irá por nosotros?’ Y respondí: ‘Heme aquí, envíame a mí’ Desde entonces soy misionero. Leía ávidamente todo lo que podía encontrar acerca de las misiones en el extranjero y me esforzaba por transmitir a los demás la visión que yo había alcanzado — la visión de los millones de seres humanos que no han tenido la oportunidad de escuchar a un predicador.”

LECCIÓN VIII>>>

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